Cuando muere una mascota, nuestra reacción visceral es evitar pasar otro trago amargo de tales dimensiones. Se suele dar más importancia al momento que a décadas de felicidad que nos dieron.
Esta es una reacción por instinto; el cerebro triúnico hablándonos, convenciéndonos de por qué para nuestra supervivencia es mejor minimizar las posibilidades de otra tragedia, y de otro dolor.
Hace un año, un día después de despedir a Farwar, fuimos a un evento de adopción. Ahí conocimos a Bonaparte, un perrito de aproximadamente año y medio, que llevaba tres meses en el albergue y con una mirada que contaba una historia muy triste, de la cual solo él conoce los horrorosos detalles. Con todo y miedo, él se acercó a nosotros, un hogar triste, roto y desmoralizado, nos eligió y desde aquel día todos hemos tenido una segunda oportunidad.
Ese día llenamos formularios, firmamos un par de papeles y esperamos una respuesta positiva. Si todo salía bien, incluso el día siguiente nos podrían llevar al perro.
No voy a mentir. Las primeras semanas fueron difíciles. Se nos olvida lo acostumbrados que estamos a la rutina, a saber lo que va a suceder mañana, y esperamos que cada experiencia nueva sea gozada como las anteriores, cuando en realidad la riqueza de la misma yace en la variedad.
A Bonaparte le dimos un nombre nuevo —Apocalipsis, pero le decimos Pocky de cariño—, agua, comida, una casa, y un poco de amor. Él nos dio una segunda oportunidad, y todo el cariño, lealtad y entrega que solo un perro puede dar. Hoy jugamos a la pelota, dos veces al día; dormimos siestas juntos; ya no batallamos con sus necesidades fisiológicas y lo más importante, nos alegra la tarde cuando nos agobiamos y frustramos con la rutina laboral. No hay nada que su mirada y su actitud no pueda mejorar.
Este es un llamado a recordar los buenos momentos y dejar descansar a los muertos, mientras celebramos la vida de los que sí están con nosotros; a dejar de escuchar el cerebro reptiliano y a saber que los años de amor no se pueden opacar por el dolor temporal que sentimos.
Pero este es también un llamado a poner nuestro granito de arena en un problema que nosotros creamos—los perros callejeros. Ciertamente tendríamos que adoptar en decenas para acabar con este problema, pero de uno en uno podemos hacer una diferencia.
Pocas cosas más tristes que pensar en que estamos pagando más de $4 o $5 mil pesos ($200-$250 USD) por convertir a una perrita en una fábrica de dinero, mientras hay miles de perritos esperando una segunda oportunidad.
Por favor adopten, y apoyemos las iniciativas de cuidados de perritos. Pocky se los agradece.