Hace cuatro meses había llegado al colmo. Eran las 8 de la mañana de un domingo, y un vecino tenía la música a un volumen ridículo. Tal ruido no lo podría lograr yo mismo en mi departamento, mucho menos para que otros lo escucharan de esta manera. Aquí había dos opciones: esperar a que reflexionara, o se cansara y se fuera a dormir; o tomar las riendas de la situación.
Una y otra vez pensaba con seguridad que alguien se quejaría, que enfrentarían al ruidoso, o al menos le comentarían que eso no se hace.
“Aquí nadie se mete con nadie”, nos comentaba la administradora, y continuamos el ciclo de apatía, mientras le pedíamos a los dioses que nos dejaran dormir en la noche.
Pero ese domingo fue diferente, bajamos, tocamos el interfón, y sin respuesta, trajimos a la policía. A pesar de que legalmente no pueden hacer algo —yay! fantástica idea—, la táctica funcionó; no apagaron la música, pero al menos ahora era factible ignorarla.
Tener problema con los vecinos es un tema difícil; saben quién eres, dónde vives, tus hábitos, conocen tus pertenencias, familiares y mascotas. Casi por definición, no existe un vecino entrañable. Son males necesarios, en una ciudad grande como CDMX o en una que no lo es; da igual, te los cas a encontrar.
La gente es un tipo especial de monstruo cuando se siente atacado en su domicilio; y con personas a las que no se les inculcó el más básico sentido de respeto y empatía, es aún peor.
Pero a los monstruos se les enfrenta.
Justo el día de navidad, el vecino, en estado de ebriedad, quiso hablar conmigo mientras paseaba a mi perro. Dijo que él tenía 20 años viviendo aquí, que le ganó la emoción y le traje a la policía solo por una canción. Y que eso no se hace, que aquí todos somos amigos. Tomé tres o cuatro cervezas con él, más vale un mal arreglo que un buen pleito, me decía a mi mismo. Me dio su celular por si acaso. Lo guardo y lo atesoro en mi bolsillo.
Desde entonces he tocado algunas puertas más y he recibido las más curiosas —por no decirles absurdas— respuestas. Una chica amablemente accede, pero preguntándome dónde vivo. En otra ocasión empiezan a vibrar mis ventanas, bajo, toco y el vecino abre, le pregunto si puede bajarle a la música y me dice que no, que es temprano y es su domicilio, y se siente ofendido por haber tocado la puerta —uno no puede hacer un poco de ruido para que lo escuchen, pero está bien hacer vibrar las ventanas de otros—. Más tarde el vecino procede a sacar su ruido al área común, hacer una fiesta que termina hasta las 2am y amedrentarme con una bonita canción.
El vecino, treintañero, viviendo con sus papás —que ese día están de viaje—, al verme de su edad, cree que estamos en la preparatoria, o en la calle. Hoy me ve feo porque cuatro días después de esto, hablé con su papá; un señor de la tercera edad muy respetuoso. No habrá denuncia esta vez—dejamos ganar al chavo; pero la siguiente esperamos al menos un poco de respeto.
Ha habido ocasiones en las cuales no abren la puerta. Afortunadamente ha sido de un vecino que no ha vuelto a olvidar que existen los audífonos —y sí, es necesario empezar a llevar un registro—.
La semana pasada fue especial. La chica de la primer historia tiene su música que se escucha más fuerte en mi departamento —tres pisos arriba—, de lo que yo mismo la pongo aquí. Le hago de su conocimiento mi molestia y accede, y más tarde suena de nuevo, pero más fuerte. Increíblemente no era ella, sino una vecina de otro edificio (ya reincidente, les digo que hay que llevar registros). En frente de su domicilio un vecino visiblemente molesto, pero apático. Toco varios botones del interfon —no hay forma de saber de dónde viene el ruido—, me abren, encuentro del departamento y toco la puerta.
Le hago la pregunta incómoda y me dice que es cantante, y que estaba haciendo un demo que tenía que presentar el día siguiente. No sé mucho de música, pero dudo que sea necesario ponerlo a ese volumen, y que de serlo, tiene que buscar un estudio. Dice que termina y le baja, y mientras cierra la puerta reniega lo que hacen los otros vecinos. Vuelvo a tocar para preguntarle de este tema, me explica lo injusta que es su vida porque a ella sí le dicen algo, pero a los demás vecinos no.
No habrá pasado una hora cuando la chica ya mencionada tres veces le vuelve a subir. La cuestiono si quiere que le traiga a la policía, retadora, me contesta que ellos no pueden hacer nada. Le insisto, si quiere, podemos ver qué pueden hacer, y después de eso ver qué sucede. Baja sus armas y comenta del ruido de allá arriba —el de la cantante—, que nadie les dijo nada.
La mentalidad del ruidoso no solo es ventajosa, egoísta, molesta y de mal gusto —jamás se escandaliza poniendo melodías de Chopin o Mozart—, sino vengativa. Lo hago porque es mi turno, y porque los demás lo hacen.
Tenemos una epidemia del ruido.
Desalentadoramente, el proceso de denuncia a un vecino ruidoso es lento —tiene que ser presencial—, absurdo —hay que tener todos los datos del vecino— y poco efectiva —la consecuencia legal es el equivalente a un golpe en la mano—.
Y esto no lo entiendo; si el gobierno no promueve una convivencia y respeto entre sus comunidades, dándole la atención requerida a estas conductas menores, ocasionarán problemas más grandes. Además, el ruido es contaminación, y ocasiona una baja en la productividad, y problemas neuronales.
Lo que necesitamos es más respeto y empatía. Y más gente que empiece a tocar puertas.
El Tocapuertas fue escrito por fael el día domingo 11 de marzo de 2018 a las 10:07 p. m.