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Difícil será encontrar un momento más amargo. Este martes a las 10:10pm, uno de los seres que me enseñó a vivir y disfrutar del regalo de la vida, ha fallecido. Mi abuelita, Carmen Baylón de Soto se ha ido, y por fin descansa.

A mis más de treinta y un años he descubierto una cosa en la vida: el honor más grande que un ser humano puede tener es el de ser abuelo. He tenido grandes maestros, dos padres excepcionales, amigos y héroes; algunos son famosos, ricos y reconocidos, pero la calidad de ser humano consistentemente fue ejemplificada con mis abuelos. No puedo decir que uno fue mejor que los demás, cada quien vivió a su modo, pero la historia de Carmen, mi abuelita, no fue sencilla: ella se tuvo que ganar el título, ya que no había un vínculo sanguíneo.

Yo no sé en qué momento lo decidió, pero lo hizo con una maestría y una experiencia digna de alguien que lo ha practicado mil veces. A pulso, con corazón, convicción, paciencia, pero sobre todo, con mucho cariño, se fue ganando cada una de estas letras que normalmente suelen pertenecer a alguien que por derecho divino prácticamente concibieron. Abuela no fue solo un título que se ganó con respeto y cariño, sino fue uno que conservó, y al que le dio más y mejor sentido.
Nos enseñó que sí es posible ser humilde, desinteresado y feliz; que el cuerpo lo puede todo, siempre y cuando el alma esté entera. Que no importa la adversidad, siempre saldremos adelante, y que en tus momentos más tristes y oscuros, habrá una puerta abierta para recibirte, cuidarte y alimentarte, primero el espíritu, luego el estómago. Y hacerlo dos veces con dos seres totalmente diferentes, pero lograr el mismo resultado por parte de unas manos expertas.

Hoy es la noche más triste de todas, porque hemos perdido un ejemplo de vida, pero hemos ganado una guía de cómo vivir plena, total y pasionalmente la que tenemos.

Descansa en paz, abuelita. Cuídame a mi Foo.